«Flavio tiene que justificarse ante el Dios de sus padres y por ello no solo escribe historia contemporánea, como Polibio, sino también sobre el pasado de su pueblo en defensa de sus tradiciones religiosas. La situación de Flavio Josefo, quien, luego de convertirse en un desertor, permanece fiel a su Dios y a su pueblo no es, en sus elementos objetivos, demasiado diferente a la de aquellos judíos de la diáspora que no habían combatido la guerra del 70 d.C. y, dispersos en áreas lingüísticas diversas, permanecen judíos. Traidor frente a sus compañeros de lucha en Palestina, va a refugiarse entre aquellos que no han combatido y no saben aún que combatirán»1
¿Por qué investigo lo que investigo?
Tanto mi tesis de licenciatura como la doctoral fueron sobre el judaísmo en tiempos (y en el discurso) de Gregorio Magno, obispo de Roma (o Papa, si queremos llamarlo así) entre el 590 y el 604. Cuando yo entré a la carrera de Historia (en la Universidad de Buenos Aires, “Puan”), allá por 2001, no sabía bien quién era Gregorio Magno. Y cuando terminé la cursada y los finales, tampoco.
Sí sabía, antes de entrar a la carrera, quién era Flavio Josefo2.Había leído La guerra de los judíos aunque me había decepcionado bastante. De hecho, Josefo –como personaje histórico– me caía muy mal. En esa época yo admiraba a los zelotes, la resistencia en Masada y su intransigencia. Yo me imaginaba zelote –tal vez fariseo– pero nunca prorromano.
Pero volvamos a la tesis. No fue sobre Josefo ni su siglo I sino sobre Gregorio Magno en el ocaso de la Antigüedad Tardía. ¿Por qué? Por una mera casualidad. En mi último año de carrera, cuando cursaba didáctica especial (para el título de profesor) se dictaba un solo Seminario Anual de Tesis y este era sobre Gregorio Magno. Yo soy muy práctico y quería mi licenciatura. Me anoté e hice una tesis sobre Gregorio, a quien terminé respetando mucho (uno no debe juzgar a sus objetos de estudio, pero de vez en cuando lo hace, lo guarda en su fuero interno y no lo confiesa en textos púbicos).
Entonces soy un tardoantiquista por casualidad. Es cierto que me gustaba la Antigüedad. Pero también me atraían otras temporalidades. Mis seminarios optativos terminaron con una monografía sobre la crisis de 1890 (y la discusión de las tesis monetaristas) y otra sobre algún tema de la Guerra Fría (no les miento, olvidé sobre qué la hice. Me suena el Telegrama Kennan, pero ya perdí los archivos de esa época como para comprobarlo). Mis materias optativas habían sido Historia de Rusia e Historia de Estados Unidos. Solo cuando empecé con el seminario sobre Gregorio, elegí Latín I como la tercera optativa (y con esa me recibí).
Toda esta perorata para decir, reitero, que yo no estaba predestinado a estudiar la Antigüedad Tardía. Yo quería ser historiador y quería serlo lo más rápido posible. Por favor no lean esto como oportunismo o facilismo. Yo me enamoraba de (casi) todas las materias: argentinas, americanas, europeas. Me imaginaba investigando cualquier tema: desde hititas hasta la Guerra de Canudos. A mí me gusta ir en busca del pasado, de (casi) cualquier pasado.
Creo que no hay que sobrevalorar la elección de un tema. Ojo, si uno tiene un área de interés desde que entra a la carrera puede ir en esa dirección (volveré sobre esto más adelante). Pero pienso en los/las alumnos/as que se desesperan porque ningún tema los/las motiva. Permítaseme un (otro) exceso discursivo: uno se puede enamorar de una persona luego de un tiempo de conocerla. A veces no hay flechazo de Cupido ni miradas incendiarias que establezcan el amor desde el minuto uno. Con la investigación puede pasar así. Al menos a mí me pasó. Me presentaron a Gregorio y a su Antigüedad Tardía y terminé muy feliz en esos parajes.
Pero ahora es donde yo retrocedo unos pasos. Porque, como dije, puede haber algo que nos motive. En mi caso era el judaísmo y acá voy a ponerme aún más autobiográfico y a confesar que siento algo de vergüenza porque todavía tengo 38 años y, aunque no son pocos, tampoco son suficientes para ponerse a dar consejos o a reflexionar sobre una trayectoria. Pero bueno, ustedes me pidieron el texto y saben que si me dan dos metros, me voy de lo académico y me meto felizmente en el barro de la charla de café.
Dije ya que conocía a Josefo pero no a Gregorio. Porque a mí me fascinaba la historia judía. No es casual, claro. Padre y madre judíos. Formado como judío. Familia no ortodoxa pero con ayuno en Yom Kipur y matzáen Pesaj. Primaria Herzl; secundaria ORT. Cuando visité el Muro de los Lamentos, a mis 17 años, lloré como un bebé.
Claro que la facultad asestó un duro golpe a mis creencias. Bah, no fue solo la facultad. Porque si uno deja de creer tan rápido, mucho no creía antes. Pero la facultad ayudó a potenciar esas dudas que yo venía acumulando y cuyas respuestas eran esquivas.
Cuando terminaba la cursada en Puan a mí me había quedado un judaísmo sin fe. No me alegraba, no me entristecía ni me enorgullecía. Era lo que era. Pero el judaísmo había quedado y Josefo ya no me caía tan mal. Después de todo, como decía Rajak reflexionando sobre Momigliano, nuestra mirada sobre Josefo (y, seguramente, sobre cualquier personaje histórico) tiene mucho de personal3.
Entonces, más allá de Josefo, yo quería investigar judaísmo. Ojo, si a mí, en ese fundamental 2006, alguien me decía: “Mirá, tenés que investigar al corredor swahili porque hay una posible beca” yo hubiese investigado África con mucha pasión. Pero ante la posibilidad de elegir, yo iba a ir hacia el judaísmo. Y así fue. Apareció el seminario de Gregorio Magno. Y yo busqué a los judíos en ese tiempo.
Ahora, ¿por qué? Puf.
Las únicas explicaciones que tengo son psicológicas. Y yo no quiero aburrirlos/as (más) con mis meditaciones sobre por qué yo decidí mantener el judaísmo en mi vida aunque no hubiera más sinagoga. Solo voy a decir que hay algo con lo que no puedo/no quiero romper. No sé si será el recuerdo de las cenas de Rosh Hashana, la bendición que me hacía mi abuelo cuando me veía de pibe o el talit de mi viejo que aún conservo como un paño sagrado. Una vez Claudio Ingerflom –en medio de una charla sobre la objetividad de los historiadores y el peso de la subjetividad– me dijo que en una oportunidad le sugirieron que era mejor no investigar un tema con el que uno tuviera algún tipo de ligazón emocional. Puede que sea cierto. ¿Pero qué me liga a mí al judaísmo antiguo? ¿Cuántos judaísmos hay hoy y cuántos hubo en el pasado? Defiendo mi objetividad en el caos que es, fue y será el judaísmo. Y recuerdo el viejo chiste de dos judíos en una isla construyendo tres sinagogas para poder no ir a una de ellas.
Cierro esta reflexión con Josefo y con Arnaldo Momigliano, historiador fabuloso con el que abrí este texto. Dos exiliados, el que se fue a Italia y el que se fue de Italia4. Dos que escribieron sobre el judaísmo antiguo (porque los dos tenían antigüedades, más allá de los 1900 años que los separan). Ni se los ocurra pensar que yo puedo llegar a tener la más mínima idea de equipararme con alguno de esos dos gigantes en cuanto a su inteligencia o calidad.
Pero déjenme pensar en esa idea asociada a las palabras exiliado/desertor/refugiado que, si bien diferentes, poseen en común el distanciamiento. Josefo se fue a Italia porque el emperador que había asolado Palestina le salvó la vida. Momigliano se fue a Inglaterra para salvar su vida del fascismo. Yo no me fui a ningún lado más que por unos meses y por deseo propio. Lo mío no es trágico.
Pero sí me fui de la comunidad. No en un acto formal ni irrevocable. Pero dejé de creer en Dios, de ir a la sinagoga (al “templo”, decía yo), de celebrar regularmente las fiestas, de formar una familia judía. No quiero sonar grandilocuente (aunque sueno, lo sé). Pero ese es mi exilio. Un exilio mucho más leve, no-forzado, buscado. Pero exilio al fin. Y hay algo en mí, algo que no gobierno, que intenta arreglar cuentas con el pasado. “Flavio Josefo tiene naturalmente necesidad de justificarse a sí mismo: es un desertor”5.
Creo (porque nuestro autoconocimiento es, también, una creencia) que por eso, y por los caprichos del azar, investigo lo que investigo.