Si pensamos en la Historia con perspectiva de género, probablemente se nos venga a la mente algún libro o artículo que se ocupe de visibilizar el rol de las mujeres en un determinado período histórico. Normalmente referido al espacio doméstico, a la vida de maridaje o a las relaciones dentro de un marco heteronormativo. Y debemos decir que esta tarea no es nada menor, porque históricamente las mujeres fuimos sujetos de segunda categoría. A partir de esto, al menos en lo aparente, el estudio de las masculinidades se presenta como un asunto saldado: después de todo, la mayor parte de la historiografía fue escrita por hombres, relatando grandes acontecimientos realizados por grandes hombres. Sin embargo, si seguimos a la historiadora Joan Scott1 y pensamos al género cómo una construcción histórica, según la cual los roles de géneros entre hombres y mujeres se construyen relacionalmente y en oposición, no podemos omitir el estudio de las masculinidades. Es decir, no podemos estudiar a las mujeres sin los varones y viceversa. Es por esto que a lo largo de este breve trabajo, a partir de un análisis interdisciplinario, propondremos algunas herramientas para pensar una Historia con perspectiva de género que incluya a las masculinidades.
Para empezar, diremos que el género es una construcción histórica y cultural impuesta a un cuerpo sexuado. Es algo dinámico que se construye constantemente. Pero entonces, ¿cómo se construye? La filósofa Judith Butler señala que a partir de actos discursivos2. Por ejemplo, cuando viene una persona al mundo probablemente el médico y los padres enuncien: “¡Nació varón!”. Entonces, ese varón deberá aprender a caminar, hablar, y vestir según las concepciones genéricas imperantes. Deberá aprender a comportarse de forma masculina mediante actos performativos e iterativos. Su identidad de género y su deseo sexual será formado según el modelo heteronoarmativo. En otras palabras, todas las personas, nos identifiquemos o no con el género que se nos asignó al nacer, debemos aprender a performar el género. No obstante, rara vez reflexionamos sobre este hecho, dando por sentado la naturalidad de nuestros actos. En las mujeres tal vez es más visible la performatividad del género: desde pequeñas se nos enseña a llevar maquillaje, a teñir nuestro cabello y a actuar femeninamente. En los varones, esto no resulta tan evidente. Como explica Judith/Jack Halberstam, esto se debe a que la masculinidad tiende a presentarse como algo natural y no performativo, en contraposición a la “artificialidad femenina”3. Y en gran medida esto se debe a que socialmente lo masculino es pensado como algo “natural” producto de la testosterona. No obstante, aunque no podemos obviar lo corporal, desde las humanidades debemos insistir en el carácter histórico y cultural de las masculinidades en tanto se construyen en una determinada coyuntura histórica en un marco social, político e institucional. Es por esto que para desandar esencialismos proponemos pensar de qué forma dichos actos performativos construyen diversas formas de masculinidad.
Como señala la socióloga R. W. Connel, toda sociedad organizada mediante un marco binario otorga rasgos específicos a las masculinidades que son opuestos a lo femenino. No obstante, si hablamos de masculinidades en plural, es porque existen múltiples formas de performar el género forjadas relacionalmente con la clase y la etnia (1995: 10). De esta forma, asistimos a una pluralidad de comportamientos que serán particulares de cada sociedad y período histórico. No obstante, según R. W. Connel podemos encontrar ciertos modelos de masculinidades que son transversales a múltiples períodos de la Historia occidental. Veamos cuales son:
1. La masculinidad hegemónica. El concepto de hegemonía de Antonio Gramsci nos permite pensar en aquellos varones que ostentan un lugar de liderazgo en la vida social. Así, la masculinidad hegemónica aparece como una reafirmación del patriarcado en tanto se sustenta en la dominación de las mujeres y la subordinación de otras formas de masculinidad4.
Esta masculinidad se presenta como el modelo a alcanzar. Alza la vara de comportamiento para todos los varones, encajen estos en la hegemonía o no. Si bien la masculinidad hegemónica ostenta un poder social, no necesariamente la deben encarnar las personas más poderosas: estos pueden ser actores de películas, o figuras de fantasía, como un personaje de cine. Sin embargo, como señala Connel, es probable que la hegemonía se establezca sólo si hay alguna correspondencia entre el ideal cultural y el poder institucional. En otras palabras, la masculinidad hegemónica precisa ser una autoridad: eso determina su éxito. No el uso de la violencia directa, sino sostener su autoridad en base a la aceptación social de la mayoría5.
2. Masculinidad subordinada. Como hemos dicho, la hegemonía se sustenta en la dominación y subordinación de otras masculinidades, gestando relaciones particulares entre los propios varones. En el mundo occidental, al menos desde la Edad Media hasta la Edad Contemporánea, el sodomita/homosexual ha encarnado el eslabón más bajo de la jerarquía de género entre los hombres6. No sólo porque no se encuentra lejos de los cánones hegemónicos, sino porque la homosexualidad se asimila fácilmente a la feminidad, ya sea por sus prácticas sexuales (el placer receptivo anal), o por la forma en que performan el género (lo que normalmente se llama “pluma”). Estos sujetos suelen ser el blanco de la violencia tanto física como simbólica.
3. Masculinidad cómplice. Normalmente, es muy reducido el grupo de varones que encajan dentro de la hegemonía. Sin embargo, la mayoría de estos varones no se cuestionan el orden patriarcal debido a los beneficios que ostentan gracias a la subordinación de las mujeres7.
Sería reduccionista calificar a estos varones como versiones fallidas de la masculinidad hegemónica, ya que encarnan relaciones más complejas: en el mundo contemporáneo, estos se desempeñan como esposos y padres, teniendo un compromiso con las mujeres más que una dominación descarnada o un despliegue brutal de autoridad. Es decir, la violencia no se manifiesta de forma evidente.
4. Masculinidad marginada. Como hemos dicho, el género se construye interseccionalmente con la clase y la etnia. De esta forma, la nacionalidad o la pertenencia étnica puede configurar las relaciones entre las masculinidades8. Por ejemplo, en la Monarquía Hispánica durante la Conquista de América, el caballero hidalgo se convirtió en el modelo ideal de masculinidad, siendo caracterizado por su valentía y la defensa de la fe católica9. En oposición, los indígenas fueron caracterizados como débiles, borrachos, practicantes de una falsa fe, e incluso como sodomitas. Es decir, las masculinidades nativas al ser el “otro” conjugaron roles simbólicos para la construcción española del género.
Lejos de proponer estas categorías como modelos rígidos, o como estructuras que pueden ser llenadas con particularidades de cada sociedad, creo que nos brindan algunas herramientas para complejizar nuestros estudios: las prácticas genéricas no son algo que se limiten únicamente al espacio doméstico o a las relaciones sexo-afectivas sino que atraviesan cada espacio social. Que los espacios de poder históricamente hayan sido -y sean- ocupados mayormente por varones, no es casualidad. Por esto, ya sea que nos dediquemos al estudio de una pequeña aldea en Piamonte en el siglo XIII, o al desarrollo del capitalismo desde una perspectiva global, tener en cuenta las dinámicas genéricas nos ayudará a ampliar nuestro horizonte.
Por último, podríamos pensar en el nacimiento de nuevas masculinidades a partir del creciente movimiento feminista y LGTBI+ del siglo XXI. Incluso, podemos imaginar masculinidades alternativas, que a partir de cuestionar sus privilegios proponen nuevas formas de vivenciar el ser varón. Pero este tema merecerá un nuevo trabajo.