¿Qué importa que suframos los zarpazos y mordiscos de las fieras salvajes, el ultraje de los hombres crueles, si llegamos llevando el querido tesoro que queda puesto en salvo, para que el género humano lo recoja y se redima tarde o temprano?… ¿Sabéis bien qué tesoro es éste? La libertad, la justicia, la verdad, la razón.
Jules Michelet.
Este texto se propone ser tanto una invitación a la lectura del libro Melancolía de izquierda de Enzo Traverso, como el relato de la relación problemática entre la historia y la izquierda en la cabeza de un estudiante. Pero, antes que nada, me gustaría aclarar que el concepto de izquierda que voy a usar acá excede completamente los estrechos límites impuestos por las elaboraciones dogmáticas y las estructuras partidarias. Más bien, se trata de la expresión de un sentimiento, nebulosamente definido, que no solamente se dirige en contra de la opresión y la injusticia, sino que también plantea una opción superadora en un horizonte de acción colectiva. Por otro lado, el lector tendrá que disculparme por cierto dejo de autorreferencialidad, pero mi doble condición de zurdo empedernido y estudiante de historia me permite introducir la propuesta de Traverso a través de anécdotas que hacen un poco más amable la lectura.
En mi caso, la historia y la izquierda estuvieron irremediablemente ligadas desde un principio. Guiado por el tono de mis lecturas, de chico entendía que el curso de la humanidad estaba marcado por la superación continua de las dificultades materiales y que el futuro no podía tener otra forma más que la de la opulencia generalizada. Pero en mi adolescencia, cuando empecé a conocer el mundo en sociedad, me di cuenta de que ese “progreso” era terriblemente mezquino. El contraste entre mi cómodo lugar en la clase media y la imagen de mis amigos yendo prácticamente descalzos a la escuela me generó una profunda vergüenza primero y bronca después. Eso me llevó a una muy temprana y temeraria afiliación al Partido Comunista en lo que sería el comienzo de una búsqueda de compañeros que compartieran tanto la indignación como la propuesta de un mundo mejor.
Sin embargo, el ambiente con el que me encontré en el mundo de las izquierdas distaba mucho de la urgencia que presupone ese tipo de militancia. Por el contrario, lo que abundaba era el orgullo por ser los guardianes, muchas veces a modo de celador de museos, de una identidad que había sido gloriosa en el pasado, pero que estaba derrotada en el presente y que sólo podía ser salvada del olvido en una petrificada evocación de sus victorias. De esta manera comenzó mi descubrimiento del pasado socialista, cuyo contraste con el presente no me ofrecía otra cosa más allá de un profundo desasosiego. A diferencia de mis camaradas, las imágenes de los ejércitos soviéticos marchando sobre Berlín o de la efervescente actividad revolucionaria de nuestros años 70 me imprimían la conciencia de un reino perdido de utopías y esperanzas. Siguiendo las palabras de Traverso, mi búsqueda militante me había llevado a descubrir el “valor de antigüedad” de la experiencia histórica socialista. Retomando a Alois Riegl, el autor explica que, a diferencia del “valor histórico” que captura un momento del pasado y nos lo ofrece como perteneciente a nuestro presente, el “valor de antigüedad” nos advierte del paso del tiempo y le confiere al monumento el aura de un objeto muerto.
Fue con esta sensación de estar “espiritualmente a la intemperie”, como diría Traverso, que emprendí la marcha por las sendas académicas. Trataba de buscar en la historia aquello que la militancia me había negado, es decir, algún camino, ejemplo o esperanza para redimir este presente colmado de miserias. Nada más lejos de eso fueron los resultados que obtuve. A medida que avanzaba en la carrera, la historia parecía revelarse como un eterno carrusel de las más bajas aspiraciones humanas. En este sentido, mientras cursaba la muy disfrutable materia de Historiografía, me topé con un texto de Kant que describía el triste destino de mi búsqueda. Reflexionando sobre el curso histórico de la humanidad, el filósofo alemán expuso que “No puede uno librarse de cierta indignación al observar su actuación en la escena del gran teatro del mundo, pues, aun cuando aparezcan destellos de prudencia en algún que otro caso aislado, haciendo balance del conjunto se diría que todo ha sido urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles […]. En este orden de cosas, al filósofo no le queda otro recurso […] que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza […]”. Kant podía sostener que existía una “intención de la Naturaleza” porque creía que, de forma subterránea pero imparable, la humanidad era guiada por un progreso histórico que la llevaría al pleno disfrute de sus capacidades. Sin embargo, después de Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki y el derrumbe de 1989 no hay subsuelo o sótano que se salve. A partir de entonces, cualquier intento de descifrar algún plan de la Naturaleza a partir del desarrollo de los acontecimientos históricos sólo puede tener resultados, cuanto menos, aterradores.
En este sentido, podemos decir que la teoría socialista predominante durante el siglo XX compartía ese optimismo kantiano. Los revolucionarios del siglo pasado se sentían acompañados por el curso de la historia y entendían que la consagración de su proyecto político era prácticamente inevitable. Por eso, Traverso explica que para ellos las derrotas nunca ponían en duda ni la meta socialista ni la capacidad de las fuerzas revolucionarias para alcanzarla. En todo caso, había que extraer lecciones estratégicas de esos contratiempos históricos. No había derrotas definitivas, solo batallas perdidas. Sin embargo, después de la implosión soviética en 1989 esto ya no fue posible. La caída del comunismo no ofreció ni victimarios a los que achacarles la derrota ni vencidos para redimir en el presente. De ahí que la sensación de una derrota histórica de la izquierda fuera tan profunda y abrumadora. Con la caída de la Unión Soviética no solamente se derrumbaba un régimen autoritario, sino también naufragaba todo un siglo de luchas por la emancipación.
Como nacido un año antes del cambio de milenio, este era el panorama político que se me presentaba como dado, como natural. El neoliberalismo se manifestaba como la expresión más leal a la condición humana y, siguiendo la metáfora que Traverso rescata de Walter Benjamin, el pasado asumía la forma de un campo de ruinas que crece de forma incesante hacia el cielo. Así, en el transcurso de mi formación universitaria, mi crisis para con la historia se hacía cada vez más fuerte ¿Cómo podía aceptar una disciplina que se obstinaba en arrebatarme hasta la más mínima esperanza para transformar el presente? Fue entonces cuando, de manera completamente fortuita (esas cosas que pasan en la Unsam) el libro de Traverso llegó a mis manos y me ofreció las herramientas para una posible reconciliación.
Frente a la relación entre historia e izquierda, donde el pasado se presenta bajo la forma de un fracaso íntimo y profundo, Traverso propone el paradigma epistemológico de la melancolía. El autor expone, citando a Freud, que la melancolía implica un duelo no consumado e imposible donde el doliente sigue identificado con su objeto amado y perdido, transformando así su sufrimiento en un aislamiento introspectivo del mundo exterior. De esta manera, continúa, es la falta de un nuevo espíritu y una nueva visión lo que inutiliza cualquier intento para superar la pérdida. El autor justifica esa “solución conservadora” como una resistencia espiritual a la traición y la resignación que implica la identificación con el enemigo a través de un duelo logrado. Es decir, si no existe una alternativa socialista, la condena del socialismo real se torna inevitablemente en una aceptación desencantada del neoliberalismo y del cinismo capitalista, situación trágicamente común entre tantos excomunistas. Así, el autor sostiene que no podemos rehuir a nuestra derrota ni describirla o analizarla desde afuera y, de esta manera, “despatologiza” la melancolía y la propone como un rechazo acérrimo a cualquier compromiso con la dominación. Pero, además, este paradigma melancólico implica una herramienta concreta en la construcción del conocimiento. Traverso retoma a Koselleck cuando explica que, en el largo plazo, las ganancias históricas de conocimiento provienen de los vencidos. Es decir, mientras los vencedores depositan la responsabilidad de su triunfo en el avance providencial de la historia para eternizarse, los vencidos escriben con el lápiz afilado por la conciencia de la derrota.
Por otro lado, Traverso retoma a Daniel Bensaïd para reivindicar un tiempo histórico que habilite la acción revolucionaria. El autor explica que Bensaïd se aleja de teleologismo marxista para sostener una noción de temporalidad kairótica, es decir, discordante y permanentemente abierta a la irrupción. Así, el intelectual francés pensaba la historia como un campo de fuerzas hecho de incertidumbres y posibilidades, donde la historia es un desafío forjado por las elecciones de sus actores. Traverso dice que, de esta manera, Bensaïd propone pensar la emancipación y la revolución como una apuesta, un acto de fe, que no esté atado a la ilusión del progreso y que, en cambio, se inspirara en la voluntad de redimir a los vencidos de la historia. Por último, Traverso rescata de Benjamin una concepción de la práctica histórica que es coherente con el proyecto revolucionario. El autor explica que el filósofo judeoalemán entendía que la historia, en tanto reactivación del pasado, tenía como condición la elaboración de las contradicciones del presente. De esta forma, Benjamin le daba a este resurgir del pasado el nombre de “rememoración” o “recordación” (Eingedenken) donde recordar implica rescatar, no como una repetición de lo que ocurrió, sino más bien, como una forma de cambiar el presente. Es decir, para rescatar el pasado tenemos que resucitar las esperanzas de los vencidos y darles nueva vida a esas promesas incumplidas de la generación que nos precedió. Por ello, para reactivar el potencial histórico del pasado tenemos que transformar el presente, y eso es una tarea política. Así, Benjamin sostiene que la escritura de la historia, lejos de ser una tarea de reconstrucción abstracta, es la dimensión intelectual de la transformación revolucionaria del presente.
Esta concepción de la revolución como una apuesta responde a una dimensión melancólica de la historia donde nada está ganado de antemano y donde el enemigo, que nunca dejó de ser vencedor, no tiene menos posibilidades de triunfar que la aventura socialista. De esto podemos concluir que, si bien ya nos hemos librado del peso de la historia universal, al mismo tiempo hemos ganado una fatal soberanía sobre nuestro destino. De ahora en más, solamente de nosotros depende generar la irrupción, el acontecimiento que frene la vertiginosa marcha de la humanidad hacia la catástrofe. Por otro lado, aquellos que nacimos después del derrumbe de las utopías asumimos la responsabilidad histórica de no cargar con el peso de una derrota que todavía no hemos sufrido. Aunque no sean nuestros ojos los que vean el amanecer una humanidad emancipada, tenemos la obligación ineludible de sostener las banderas para que las próximas generaciones puedan redimir una historia que, hasta ahora, se presenta como una concatenación de miserias y tristezas.