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El inconsciente en la Historia (o el Legislador Poseído)
En esta nota Adrián Velázquez Ramírez, profesor de la Licenciatura en Historia, nos ofrece un relato enfocado en los debates parlamentarios con el objetivo de reafirmar la pasión de los historiadores por las fuentes y las mitologías como partes inherentes al desarrollo e investigación de la Historia.

El final de la infancia

Una habitación a media luz. En ella, un historiador revisa atento sus fuentes. No es la escena de amor de una película romántica sino parte fundamental de su oficio. Pero si así lo fuera, la primera parte de la trama seguramente estaría enfocada en una intrépida búsqueda que, como siempre, es mitad azar y mitad destino. Luego del encuentro viene el giro inesperado: darle sentido a esa nueva relación. ¿Cómo analizar estas fuentes? ¿Cómo inscribirlas en una narración que dé cuenta de un pasado que sólo encontró refugio en el puñado de fuentes que atesora el historiador?
En un nivel básico toda fuente es una unidad de información. Sin embargo, pronto nos damos cuenta que esa premisa es muy precaria. Los datos ahí consignados se encuentran sesgados por una multiplicidad de factores. Tenemos que considerar qué tipo de documento es, el lugar que ocupa dentro de la estructura social, así como las representaciones sociales que tenían sus autores. Incluso la terminología empleada se nos presenta como parte de una gran caja negra todavía por abrir.
Estas consideraciones sobre las fuentes no siempre formaron parte del acervo de los historiadores. A principios del siglo XX en Francia tuvo lugar un interesante debate. El célebre historiador Charles Seignobos discutió ampliamente con a los durkhemianos sobre los contornos de sus respectivas disciplinas. Uno de los tópicos de la discusión tuvo que ver precisamente con las fuentes. Para Seignobos, las fuentes eran el fiel testigo de los acontecimientos que describían y el medio adecuado para reconstruirlos objetivamente. Un pícaro Durkheim le preguntaba si no había algo que escapaba a la conciencia de sus autores y a las intenciones declaradas en dichos documentos: “todo el mundo sabe que la conciencia está llena de ilusiones”1.
La pregunta por lo inconsciente en la historia desafió el instrumental que por ese entonces tenían los historiadores. Las fuentes dejaron de ser transparentes y se convirtieron en una ficha más del rompecabezas que había que armar. Todo se volvió más complejo. Pero también más interesante.
¿Cómo analizar eso que excede a las fuentes pero que les da su más denso sentido histórico? Por supuesto, no hay una única respuesta sino diversas formas de aproximarse a esta cuestión. Lo desafiante es tomarse en serio estas preguntas. Para ejemplificar el problema voy a contar mi experiencia con un tipo de fuente muy singular: los debates parlamentarios.

La fenomenología del legislador

Tanto por su carácter público como por su relevancia, los debates parlamentarios son una fuente a la que solemos recurrir los interesados en la historia política (historiadores y no historiadores, como es mi caso). En estos debates podemos encontrar información de diverso tipo. Por ejemplo: nos permiten explorar discursos, ideas, o también reconstruir alineamientos partidarios. Con este ánimo y en el marco de una reciente investigación empecé a revisar los debates parlamentarios del primer año de la transición a la democracia (1983-1984).
Explorando estos debates parlamentarios me encontré con un registro que me llamó mucho la atención. Alrededor de las intervenciones había toda una performance sobre lo que los legisladores creían estar haciendo que resultaba fundamental para entender sus discursos y argumentos. Algunos diputados presentaban la ley que intentaban aprobar como un testimonio ante futuras generaciones. Otros hablaban de un registro pedagógico de la legislación y proponían repartir folletos en las escuelas. La apelación a la experiencia histórica era un motivo recurrente en múltiples intervenciones. Legislar era rescatar algo que la propia historia había develado.
La emotividad no era para menos. Se trataba de aprobar la Ley de Protección del Orden Constitucional y la Vida Democrático, la cual establecía severas penas para los golpes de facto, declaraba la nulidad de todo gobierno de facto y construía a la democracia como un bien jurídico tutelado por el derecho penal2. Todas cuestiones que remitían a la posibilidad de dejar atrás ese pasado oscuro que fue la última dictadura (1976-1983). Pero más allá de esto, revisando los debates me pude percatar de lo fundamental que resultaban los mitos y rituales que animaban a esos legisladores a “decir la ley” y darle al pueblo una legislación nueva.

Una antropología de nosotros: modernidad y ritual

Solemos pensar en la modernidad política bajo un esquema racionalista que suele ocluir la importancia de estos mitos y rituales. La auto comprensión de nuestra época ha favorecido esta cuestión. Allá las comunidades arcaicas con su pensamiento mágico y sus prácticas animistas. Acá la sociedad moderna gobernada por la razón y la ingeniería institucional. Pero henos acá comentando sobre un conjunto de legisladores que le hablan a la historia como si fuera un demiurgo, una especie de deidad que todo lo sabe. Es ella la que les susurra las leyes que tienen que transformar en derecho positivo.
Si dejamos en suspenso lo que la modernidad dice de sí misma, nos damos cuenta de que sin estos mitos y rituales toda nuestra organización política resultaría insostenible. La actividad del legislador está rodeada de dogmas tan difíciles de explicar como los de cualquier religión. Veamos. Los representantes son elegidos para hablar en nombre de un pueblo que es más que la reunión de todos los ciudadanos. Bajo este mandato el legislador tiene que crear leyes que ese mismo pueblo deberá obedecer como si se las hubiera dictado él mismo. Bajo esta lógica podríamos decir que en el cuerpo del legislador convergen dos voluntades: la de sí mismo como individuo y la que en él se manifiesta como la voluntad del pueblo. Si se tratara de una tribu perdida en alguna isla del pacífico estaríamos hablando de una experiencia mística: chamanes poseídos por miembros del clan que ya partieron pero que se hacen presentes durante el ritual. Este núcleo mitológico en el que se sostiene lo moderno es el gran subtexto de los debates parlamentarios que estaba revisando y un aspecto fundamental que orientaba la intervención de sus autores.

El legislador poseído: un repertorio de explicaciones

Estas afirmaciones pueden sonar un poco exageradas, pero en la historia del pensamiento político la explicación a ese “decir la ley” propio del legislador ha fluctuado enormemente. Lo que se intentaba resolver no era menor: el pasaje que va del legislador como individuo particular a un representante del pueblo que genera leyes de validez general. Podemos identificar tres grandes matrices que en el transcurso de la modernidad ofrecieron un fundamento a esta cuestión.
Vayamos por orden cronológico reconstruyendo la geología de este problema3. Al primer conjunto de explicaciones la podemos definir como “positivista-racionalista”. Esta matriz consideró al legislador como portador de una razón universal que le permitía “descubrir” las leyes más adecuadas para ordenar una sociedad. El problema de la voluntad individual del legislador queda rápidamente superado en una presunta objetividad. Así como el físico descubría las leyes del universo, así también el legislador lo hacía respecto a las leyes de la sociedad.
Una segunda matriz es la historicista-romántica, típicamente alemana. En ella se afirma que el legislador debe promulgar las leyes tomando como criterio la esencia cultural-espiritual del pueblo. Desde esta perspectiva, la voluntad del legislador queda subordinada a su participación de una comunidad cuyos rasgos se encuentran ya definidos. El legislador tenía que conocer el espíritu de su pueblo y adecuar las leyes producidas a esta idiosincrasia.
Por último, una tercera matriz asumió un claro talante sociológico. Para esta corriente lo que hace el legislador es traducir las tendencias sociales en formas jurídicas. El legislador se vuelve un analista que busca darle a las dinámicas sociales un marco legal adecuado para expresarse. Podemos ubicar aquí el surgimiento del llamado “derecho proletario”, forjado primero en la trinchera de la lucha de clases y luego formalizado en el ámbito legislativo4.
En cada una de estas explicaciones la función del derecho cambia radicalmente y con ello lo hace también el papel del legislador. Conclusión: nadie tiene idea de lo que estamos haciendo. Y está bien.

El desenlace

Mientras nuestro historiador sigue admirando sus fuentes la cámara enfoca un conjunto de libros que no le pertenecen. Sociología, antropología, lingüística, economía, filosofía. ¿Qué hacen ahí? ¿Finalmente se develará el giro inesperado? La respuesta es no. También es parte del oficio. Buscar en todos lados las herramientas para acceder a eso que excede la particularidad de las fuentes se volvió un imperativo desde aquel encuentro con Seignobos.

[1]“Lo desconocido y lo inconsciente en historia (Sesión del 28 de mayo de 1908)” en David J. Domínguez (ed.) Clío en disputa El debate epistemológico entre sociólogos e historiadores (1903-1908), Madrid, Ediciones Dado, p. 308.
[2] Velázquez Ramírez, Adrián (en prensa) “La ley defensa de la democracia: derecho e historia en los debates parlamentarios de la transición (1983-1984” en Estudios Sociales, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina.
[3] Baso esta reconstrucción en: Enrique Marí. La interpretación de la ley. Buenos Aires, Eudeba, 2016 y Niklas Luhmann, Sistema jurídico y dogmática jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.
[4] Por ejemplo: Alfredo PALACIOS, El Nuevo derecho, El Ateneo, Buenos Aires, 1927.

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