¿Alguna vez notaron la fragilidad física y emocional de los protagonistas de las novelas victorianas? Cualquier disgusto los conducía a una tristeza profunda y ella, a menudo, a la muerte. Además, esto le pasaba sólo a ellos. Los sirvientes, por ejemplo, no tenían esos problemas y parecían vivir más tiempo. Al menos, esa es la impresión que me quedó de cuando me hacían leer Cumbres Borrascosas o Jane Eyre en el colegio. No las volví a leer desde entonces. Las odiaba. No podía soportar ese dramatismo y esa fragilidad que me resultaba tan ajena. ¿Quién iba a pensar que de ese hastío pudiera surgir un problema de investigación?
Varios años más tarde estaba cursando un seminario con el entrañable Rogelio Paredes. Quería escribir una monografía sobre los orígenes del movimiento metodista en Inglaterra. Fui a la entonces Biblioteca de ISEDET y saqué fotocopias al diario de John Wesley, el fundador del metodismo. A riesgo de que esto suene parecido a una autobiografía cristiana, donde el protagonista experimenta la conversión al leer casualmente un pasaje bíblico (como Agustín en su jardín con la Epístola a los Romanos), esa lectura fue un reencuentro: un reencuentro con esa insoportable fragilidad del ser (para parafrasear a Kundera). Ahí estaba Wesley, en su viaje a Georgia o en los días previos a su conversión en Aldersgate, con el mismo tipo de angustias y fragilidad ante sus emociones. Mi reacción en ese momento fue: ¡Qué pesado!
Comenté esta lectura y esos recuerdos de las novelas victorianas en el seminario. Lejos de desecharlo como una curiosidad anecdótica, Rogelio le dio valor a lo que estaba diciendo. A veces sólo basta la palabra amable de un buen profesor (o, en este caso, de un gran profesor) para despertar una vocación. Me mencionó un pasaje de Los Viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift donde el protagonista, en la tierra de los Houyhnhnms (unos caballos hiperracionales) conoce algunas de las costumbres de sus siervos, los Yahoos (una raza de humanos animalizados). Entre ellas, una que sorprendía especialmente a los equinos era que cada tanto a un Yahoo se retiraba a un rincón, a aullar, gemir y despreciar toda compañía, a pesar de que no había nada malo con él. Allí Gulliver anota: “A esto permanecí callado por parcialidad a mi especie; aunque allí pude reconocer fácilmente las auténticas semillas del spleen, que sólo arraigan en los holgazanes, los que se dan a los excesos y los ricos; quienes, si fueran obligados a seguir el mismo régimen, yo garantizaría que se curarían”1.
La referencia me cautivó. El spleen, aprendí después, era un término que designaba una variedad de la melancolía que se puso de moda en Inglaterra desde mediados del siglo XVII y tendría tan buena fortuna en la historia de la literatura que llegaría hasta los versos de Las flores del mal de Charles Baudelaire. Además, la cita de Gulliver expresaba una creencia muy extendida en su época: la de que el spleen era un mal inglés. Me interesaba saber cómo era que se había extendido esa percepción, el valor que tenía la melancolía en la cultura inglesa y de qué manera se relacionaba con esa escritura autobiográfica (real o ficticia) que ponía en escena esa fragilidad emocional. Empecé, entonces, a estudiar la historia de la melancolía, a leer las obras de Jonathan Swift y Daniel Defoe y, con la ayuda de otro gran maestro, Nicolás Kwiatkowski, decidí dedicarme a investigar la melancolía inglesa.
Después de aquel momento de “conversión” (para seguir con la metáfora), y como es habitual, llegaron las decepciones. Por más iluminado que uno se pueda sentir al momento de encontrar un tema, siempre hay otros (muchos) que pensaron lo mismo antes. Eso me volvió a pasar incontables veces, pero eventualmente conocí una frase de Robert Burton en su Anatomía de la melancolía(1621) que se volvió una suerte de mantra: «debo usurpar aquello [que dijeron] Wecker y Terencio: nihil dictum quod non dictum prius, methodus sola artificem ostendit [no podemos decir nada sino aquello que ya ha sido dicho, sólo el método y la estructura son nuestros]»2.
La mayoría de las veces, investigar no es descubrir eso que a nadie se le había ocurrido, sino encontrar el método y la forma propios para mirar eso que otros ya vieron desde otro lado. Y, un poco a los golpes, fui aprendiendo lo que ya se había dicho y tratando de encontrar algo para aportar.
La melancolía puede parecer un tema raro para estudiar. Sin embargo, precisamente el libro de Burton es testimonio de que aquella ha sido objeto de fascinación e indagación de los humanistas desde hace siglos. En ese tiempo tuvo varios “renacimientos”: momentos de redescubrimiento de un saber acumulado por siglos, que despierta la curiosidad y la creatividad de pensadores y artistas. Hubo uno en la Italia del siglo XV y XVI a partir de Marsilio Ficino, otro en la Inglaterra isabelina y jacobea (donde vivieron Burton y Shakespeare) y, mucho más cercano en el tiempo, hubo otro en la Alemania y la Italia de entreguerras. ¿No sorprende demasiado, no? En esa época de crisis profunda, la melancolía fue tema de las vanguardias artísticas (por ejemplo, en las pinturas de Giorgio De Chirico, Wilhelm Heise u Otto Dix) y de la tesis de de Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán (1925).
De modo mucho más trascendente para los estudios históricos, ese interés también atrajo a un grupo de historiadores del arte que se reunían en Hamburgo en torno de la figura (y la biblioteca) de Aby Warburg. De allí salió, en 1923, un estudio fundamental sobre un grabado algo enigmático de Alberto Durero titulado Melencolia I. Sus autores eran Erwin Panofsky y Fritz Saxl quienes, luego del ascenso del nazismo y el exilio, comenzaron a preparar una versión extendida de ese estudio que se publicaría recién en 1964 en inglés, con la ayuda de Raymond Klibansky: Saturno y la Melancolía: Estudios sobre Historia de la Filosofía Natural, la Religión y el Arte.
Además de su relevancia para la historia del arte, estos estudios ofrecieron una historia de las ideas sobre la melancolía desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento. Aquella primera monografía de 1923, además, influyó en otras investigaciones relevantes sobre el tema que vinieron especialmente de la historia de la medicina y de la literatura. En particular, la tesis de Jean Starobinski sobre los tratamientos de la enfermedad desde la Antigüedad hasta el siglo XX (1959) y The Elizabethan Malady (1951) de Lawrence Babb, que mostró la presencia fundamental de la melancolía en la literatura inglesa del período isabelino. Desde entonces, el campo de estudios sobre este tema no ha dejado de crecer y experimentó un nuevo renacimiento en las últimas dos décadas.
La historia de la melancolía es una puerta de entrada a una amplia variedad de temas de la historia cultural occidental. Saturno y la Melancolía lo ejemplificó muy bien: el estudio de un aspecto puntual de la historia de las artes visuales condujo a una exploración de la transmisión, recuperación y apropiación de los saberes clásicos durante la Edad Media y el Renacimiento. Entre esos saberes había, por supuesto, nociones de la medicina hipocrático-galénica, pero también ideas acerca de las pasiones, el cosmos, la astrología, la música, la poesía, la magia natural, etcétera. Otros estudios posteriores abordaron el papel de la melancolía en el teatro, la filosofía moral, las querellas religiosas, la demonología o las pautas de comportamiento y sociabilidad. Más recientemente, el campo en auge de la historia de las emociones prestó cierta atención a la melancolía pues ella, además de un humor, un temperamento y una enfermedad, en algunos momentos fue concebida como una pasión y hoy es habitual asociarla con la nostalgia.
En cualquier caso, uno de los argumentos centrales de Klibansky, Panofsky y Saxl era que, a partir del Renacimiento, la melancolía se convirtió en un componente central de la idea de genio. La confluencia y resignificación de nociones aristotélicas, platónicas y astrológicas derivó en el surgimiento de un concepto capaz de sintetizar y legitimar la experiencia vital excepcional de humanistas y artistas renacentistas. Para muchos de ellos, la fama y los privilegios derivados de su arte suponían una separación de sus gremios, sus comunidades y la apertura de un horizonte de expectativas inusitado, lo cual sin dudas repercutió en sus subjetividades y sus estados de ánimo. En ese sentido, la melancolía aparece como un temperamento característico de la experiencia moderna. Curioso destino para una palabra que nació en Grecia hace 2500 años.
La literatura, se dice, trata temas universales. Pero la experiencia humana no es única y universal, como tampoco lo es el lenguaje. De allí el extrañamiento que puede causar la lectura de una novela que narra las intimidades de la vida afectiva de personas que vivieron (o fueron imaginadas) en Inglaterra hace doscientos o trescientos años. Ese extrañamiento, como dice Ginzburg, es un antídoto eficaz contra el riesgo de dar por descontada la realidad y a nosotros mismos, y por eso es una invitación a la investigación histórica3.